Pasea por la orilla del mar pensativo. Las olas no llegan a rozarle pero le amenazan con cada nuevo empuje. Mira al horizonte, nada, absolutamente nada. Se pregunta si en otra parte del mundo habrá alguien como él, justo en una orilla mirando también al horizonte en busca de una señal que le haga sentir algo; esperanza de saber que no está solo en esta inmensa tristeza que le invade.
Se descalza y sin vacilación se acerca a la orilla. Esta vez deja que las olas lo arrastren. El agua está fría, lo bastante fría para un 18 de diciembre. Aún así, aunque las olas lo arrastra y lo empujan poco a poco, ese frío no consigue paliar el dolor que siente, no es suficiente para dar una descarga de vida que reviva su alma rota. Piensa en meterse entero y ser tragado por la inmensidad del océano, pero las fuerzas le flaquean. Hunde un poco más los pies en la arena y siente la fuerza del mar, capaz de llevárselo todo por delante y se pregunta por qué no fue mar en aquel momento… si hubiese tenido fuerzas y valor, ahora todo sería muy distinto.
De repente grita, grita hasta sentir que se queda sin respiración, se deja caer de rodillas y rompe a llorar. Sabe que nadie le escucha y, mucho menos, le echan en falta, ella ya no le echa en falta.
Se escuchan cohetes, sale del agua y contempla en silencio los fuegos artificiales que iluminan el cielo sobre una gran carpa blanca. Dos minutos llenos de color en los que consigue dejar su mente completamente en blanco. Al acabar el silencio se rompe con aplausos y de fondo se escucha:
«¡¡¡Que vivan los novios, que se besen!!!!»